El Gran Danés

La última vez que lo vi fue en un centro comercial de la ciudad de Monterrey. De ese tiempo a la presente fecha ha pasado un año, aproximadamente, y hoy no dejo de pensar en aquella fructuosa amistad.

―¿Maestro? ―pregunté mientras él giraba la cabeza para verme como tratando de volver a la realidad pues tenía por costumbre estar en otra esfera, en la del mundo de las esencias, el topus uranus, como decía.

―¿Sí? ―me miró y vi sus grandes ojos, aún más esplendorosos por los lentes de botella que tenía, tratando de identificarme.

―Soy Luis Estrella, fui su alumno en una clase de Metafísica, de Aristóteles.

―¡Claro! Perdón, es que ya no veo. Sí, te recuerdo ―dijo, aunque aún no estoy seguro de haberme recordado. Continuó: ― ¿Quieres un café? Yo invito ―y rio como un niño mientras nos dirigíamos hacia la tienda de expendio de café.

Su aspecto de filósofo existencialista, la poca cabellera encanecida y una altura de 1.80 mts siempre lo distinguieron. Recordé su amor por el líquido negro. Aun en época de canícula, su café no podía faltar antes, durante y después de clase; sin embargo, lo distinguía más la manera en que impartía la cátedra, siempre con una enseñanza al modo socrático, en donde la dialéctica importaba más que la retórica. Para él, todo problema tenía una respuesta en el análisis pero también en la sabiduría para dirimir entre varias soluciones. Y es, precisamente, de lo que trata la filosofía: resolver problemas a partir de la solución más viable.

Mientras platicábamos, llegó mi esposa, a quien no dio clase, pero yo le refería las historias que viví con él. Entonces la charla tornó a la educación en México, tema muy importante en la actualidad, en el que su sistema está en crisis de conocimiento. Confieso que ella y el maestro se enfrascaron en una discusión acerca de esto y en tanto sucedía recordé cuando lo conocí. Fue en el verano del año 2005. Cursaba el quinto semestre de mi carrera. Era agosto, la canícula intensa, el sol era más amarillo que una guayaba. El aire era una brasa constante y en la facultad de Filosofía y Letras aún existía esa sed de conocimiento por las disciplinas que hoy ya están siendo relegadas de los programas educativos de la universidad, incluso maestrías en estas disciplinas ya cayeron en el hoyo de la extinción.

Recuerdo que la materia, en sí llamada “Metafísica”, se abrió como parte de un programa de “Optativas” que podíamos tener los estudiantes del colegio de Letras Españolas. Al principio del curso, el salón lucía abarrotado de estudiantes porque el maestro siempre fue considerado “entre los grandes” del pensamiento. En lo personal, entré por conocer más a profundidad qué es el concepto del “ser” y desmitificarme aquellos conceptos mal adquiridos, ya sea desde la experiencia o el conocimiento.

A mitad de curso, el salón estaba a medio pelo. Fue vaciándose como un suero a un enfermo, a cuentagotas. Acaso por la exigencia del maestro y la lectura obligada de la “Metafísica”, de Aristóteles, algo muy pesado para una persona de veinte años en general; no obstante, socrático con orientación religiosa –porque el maestro fue padre de la Iglesia Católica-, tuvo la amabilidad de “facilitarnos” aquél libraco lleno de términos y conceptos para esclarecerlos con un cuaderno de apuntes, como él lo llamaba, acerca de la obra traducida por Valentín García Yebra, en editorial Gredos. Al final del curso, apenas algunos diez estudiantes pululábamos en la órbita.

 No estábamos enfermos, sino vigorosos, vitales. Con veinte años la vida es una trompeta que suena y me admiraba que el maestro siempre estuviera, a pesar de su serenidad y temple, sonando, pensando, en la reflexión continua de la existencia. Con él hablar de cosas banales era asunto de asombro y decoro. No había tiempo para la inquina y eso me agradaba. Carpe diem, por siempre, parecía ser su lema.

En alguna ocasión fui con amigo, Benjamin Krueger, a visitar al maestro en su casa de Uturbide, NL, municipio que se ubica a unas tres horas y media de la capital. Para nuestra suerte, no pudimos encontrarlo. Se había ido a la ciudad y regresaría el lunes (era sábado); sin embargo, estuvimos ahí donde él encontraba un lugar para la reflexión, entre los pinos y grandes árboles de la zona así como a sencillez de la gente.

Muchas veces me han preguntado para qué sirve la filosofía y para qué sirven las letras. La respuesta es sencilla: para la vida. No hay soluciones prácticas ni materialistas para ella, sino esto radica en la esencia del ser y la pregunta eterna que se ha hecho el ser humano en toda la historia, desde aquel primer vanguardista de las cavernas cuando pintaba los petroglifos como una manera de registrar su paso por el tiempo, que es “¿quién soy?”.

 Y más allá de ser filósofo o no, letrada o no letrado, la más grande enseñanza que obtuve de él fueron unas palabras, que cito a continuación:

“Siempre observa las cosas y verás mejor”.

Observar es aclarar las dudas, a eso se refería. Observar hacia adentro, a la conciencia y así se resolverán los problemas.  Influencia de añorado Descartes con su «cogito ergo sum».

Esta columna está dedicada al gran maestro Pedro Gómez Danés, a quien profundamente admiro y respeto, por su conocimiento y, sobre todo, por su manera de ser. Ayer me enteré de su fallecimiento a los 79 años y, aunque ya han pasado casi tres meses del suceso –el 3 de febrero del 2016-, sólo puedo decir gracias a quien tanto me enseñó. RIP.

gomezdanes

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